
Al cine de animación de Japón le llevó su tiempo capturar una audiencia adulta internacional. Si ya en los ochenta encontramos títulos sorprendentes como Angel’s Egg o Akira, el descubrimiento no terminó de producirse hasta principios del siglo XXI. En particular, en ese annus mirabilis de 2001 que nos legaría dos cumbres del género en Japón: la fantasmagoría definitiva de Estudio Ghibli, El viaje de Chihiro, y el caleidoscopio narrativo de Millennium Actress. Chihiro, además de ser el filme más taquillero de Japón durante casi dos décadas, le reportó a la animación japonesa su primer Oscar y su único Oso de Oro (Festival de Berlín). Aún se debate si estas obras sentaron una escuela genuina o si fueron un atisbo de lo que el anime pudiera haber sido con otros públicos e influencias, meteoritos caídos de un planeta mejor. Lo cierto es que en los años inmediatamente posteriores se suceden experimentos que parecen tomar el testigo. Ahí tenemos la densa Ghost in the Shell 2: Innocence (2004) o la onírica Paprika (2006), aunque la película que nos disponemos a reseñar es una rara avis incluso en esta época de creatividad desbocada, al decidirse por un formato que pocos asocian con la animación japonesa: el stop-motion.
Kihachirō Kawamoto es considerado el maestro del stop-motion nipón de su época, heredero de unas técnicas que nunca llegaron a cuajar en un país que prefiere los ojos de sorpresa permanente del manga-anime. A la muerte de Osamu Tezuka en 1989, Kawamoto fue nombrado presidente de la Asociación de Animadores de Japón, cargo que mantuvo de por vida y que le facilitó orquestar en 2003 un proyecto colaborativo de 35 animadores inspirado en una obra (a su vez colaborativa) del poeta Bashō (Winter Days). Su primer largo, Rennyo y su madre (1981), inencontrable teatro de marionetas filmado, estaba dedicado al patriarca jōdo Rennyo. Unos años después se encargó de las marionetas de una conocida adaptación televisiva del Romance de los tres reinos, y en los noventa del Cantar de Heike. En 2005 regresaba a las temáticas budistas en su segundo y último largo, adaptando una novela de Shinobu Orikuchi basada en la leyenda del maṇḍala (hensōzu) de Taima (siglo VIII).
The Book of the Dead está inspirado en la vida de la heroína popular Chūjō-hime, que ha sido fuente de leyendas y ficciones a lo largo de los siglos. Llamada aquí simplemente Iratsume (doncella), la protagonista pasa sus días enclaustrada tras un grueso muro que la protege de varones y malos espíritus, estudiando y copiando sutras, inicialmente con la oposición de las mujeres de la casa, que consideraban el estudio una actividad plebeya. Se propone hacer mil copias de un sutra de Amitābha que le ha enviado un padre ausente, labor que la ocupa día y noche. Embebida en su trabajo-contemplación del buda Amitābha, comienza a divisar una figura celestial entre los picos gemelos del monte Futakami; finalizada la milésima copia, parte en su busca. Una cuentahistorias le explicará que la forma que percibe es el espíritu del príncipe Ōtsu, que desde su ejecución en el siglo anterior vaga como espectro por el mundo.

La trama avanza lentamente —shita, shita— por paisajes detallistas, a veces maquetados, a veces dibujados. Es esta una de esas películas extrañas y serpenteantes de Japón, situada en algún punto entre el folclore y la inquietud narrativa nuberu bagu, haciendo uso de un formato (stop-motion analógico con marionetas) en vías de extinción. El ritmo y la estética recuerdan a los cortos del autor de los años setenta y se alinean con la facción «indigenista» del celuloide japonés; desde luego, están más próximos a artes premodernas como el bunraku que a los ritmos frenéticos de mucho anime, tan deudores de Supermán. Todo tiene la cualidad de un cuento popular, un monogatari que pudiera haber sido representado de modo semejante en la época en la que está ambientado y que, bajo su engañosa sencillez, va dejando sueltos cabos y subtramas enteras.
La historia que nos ocupa es una inopinada ventana al budismo nipón clásico. En la época, el budismo era una tradición nueva en el archipiélago, introducida desde China, pero se había ya incorporado al establishment cultural y político y presentaba muchas de las características que hoy le conocemos. A quien solo maneje la versión depurada de algunos libros sobre el zen le sorprenderá discernir, en esta película, la fina urdimbre del budismo y la religión autóctona japonesa, la que llamamos sintoísmo y que hasta el siglo XIX formaba una especie de síntesis oficial con el budismo (Shinbutsu-shūgō). La veneración a la montaña, las referencias al santuario de Ise, los kamis (deidades sinto) que se confunden con humanos... El recitado de fórmulas budistas se revela una poderosa protección contra los espíritus, y es un sacerdote budista el que exige a Iratsume una limpieza espiritual por entrar en un área tabuada.
Como tantos relatos de Asia oriental, The Book of the Dead se las arregla para ser a la vez una fábula budista y una historia de fantasmas, que es el género predilecto de la fantasía japonesa, y uno que brilla por su ausencia en la India antigua (aunque el budismo indio, en su Petavatthu, pudiera prefigurar esta aleación de terror y moraleja). En parte, la popularidad que alcanzó el culto al buda Amitābha (Amida, en japonés) respondía, tanto en China como en Japón, a la preocupación por los espíritus errantes de personas fallecidas, que gracias a los votos insuperables de Amitābha podían ser redirigidos hacia el Despertar. Nuevas técnicas para lidiar con el mundo espectral que se superpusieron al antiguo sistema de creencias, allanando el camino a una cierta supremacía del budismo en la amalgama espiritual de Asia oriental (en lo que respecta a las cuestiones de la vida y la muerte). En la película vemos claramente esta superposición triunfante de Buda sobre los fantasmas.

Más allá del cine histórico y sus ropajes, algunos momentos recuerdan a otras ficciones japonesas modernas, de Mishima a Ōshima: la disociación erótica entre el cuerpo (cadáver) y el fantasma, el difuminado de anhelo religioso y deseo, la voluntad sanadora de una película dedicada a los inocentes que murieron en guerras... Una cosa que nos llama la atención es que, en las visiones de Buda, el aspecto de la figura se corresponde más con el arte de Gandhāra que con los budas tradicionales japoneses. Sabemos que esa antigua tierra budista ha entretenido a la academia japonesa más que a la de otros países, y que sobrevive en el acervo asociado a la popular novela china Viaje al Oeste (s. XVI). Pero quizá sea la serie basada en esta novela, Monkey (1978-1980), y su canción de créditos lo que devolvió a Gandhāra a la imaginación popular nipona. Esa correlación entre el conocimiento y el oeste es clave para entender la cosmografía de las culturas de influencia budista de China, Japón y otros puntos del extremo oriente de Eurasia: cuando sale de su palacio en pos de la aparición, Iratsume se encamina al oeste, dirección de la montaña sagrada Futakami, pero también, mucho más lejos, de la cuna india del budismo, del repositorio de sabiduría que fue Gandhāra, y, aún más lejos, de la Tierra Pura del buda Amitābha, que nos llama.
Infinitamente lejos... e infinitamente cerca, gracias a las tecnologías espirituales legadas por el budismo. Es posible que nuestro largometraje resulte demasiado denso culturalmente para un público internacional, y no solo por las implicaciones budistas (no es el budismo lo que más se ha dado a conocer en la popularización internacional de la cultura japonesa). Incluso un reseñista conocedor de esta cultura, que detecta la influencia de varias tradiciones artísticas premodernas, describe el copiado de sutras de Iratsume como «una tarea bastante fútil», cual si fuera una excentricidad personal y no una de las acciones más meritorias en el budismo de irradiación china (además de ubicar el satori, concepto zen, en el culto de Amida). Sin embargo, esta película preciosista, que celebra los saberes artesanos, la reproducción de manuscritos, la tejeduría, el ritual por los muertos, tiene esa misma cualidad artesanal, como si la representación de marionetas fuese en sí un ejercicio meritorio análogo a la copia de sutras de la protagonista. Y es en la artesanía donde la trascendencia se hace inmanente, cobra forma, nos permite divisar por unos momentos esos maṇḍalas occidentales imposiblemente lejanos, entenderlos y convencernos de su existencia; no hace falta ser una dama recluida en una casa del Japón del siglo VIII para comprender que, en un sentido poco metafórico, la artesanía nos salva.
