Este artículo forma parte de nuestra edición especial: «Descifrando el budismo chino»
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El budismo entró en China a través de los desiertos de la cuenca del Tarim, en caravanas que cruzaban estas regiones áridas, transportando no solo seda y especias, sino también las semillas de la iluminación. La teoría más aceptada sitúa su llegada a inicios del siglo I e. c., durante la dinastía Han del Este (25–220). La evidencia apunta a una introducción gradual a través de la Ruta de la Seda, en lugar de una propagación directa desde la India. Pero no fue la única vía: hubo rutas marítimas desde el sudeste asiático hacia los puertos del sur de China, tema que trataremos en otra ocasión. En esta, exploraremos por qué la Ruta de la Seda se convirtió en una vía privilegiada y cómo el Dharma sirvió de puente entre culturas.

Cuatro factores principales —históricos, militares, culturales y espirituales— explican la llegada del budismo a China en el siglo I e.c., específicamente a través de la Ruta de la Seda: 1) la presencia del budismo en Asia Central, procedente de Gandhāra y Bactria, donde ya se había consolidado una rica tradición; 2) el dominio político, militar y cultural que la dinastía Han ejercía sobre las vías comerciales en ese periodo; 3) la importancia estratégica y el dinamismo comercial de esta red de rutas; 4) un contexto de crisis espiritual y búsqueda de valores en China, particularmente hacia el final de la dinastía Han. En esta primera parte del artículo exploraremos los dos primeros factores, dejando los restantes para la siguiente.
La presencia del budismo en Asia Central
La difusión del budismo hacia el norte y el este desde la India se realizó a través de varias vías comerciales y de peregrinación que enlazaban el subcontinente indio con Asia Central. En la literatura china antigua, a esta región se le llamaba «Región Occidental» (西域) y abarcaba Partia (安息), el territorio de los yuezhi (月氏), precursores del Imperio Kushán; Sogdiana (粟特), relacionada con Kangju (康居); además de Hotán (于阗) y Kucha (龟兹). Con Bactria, Gandhāra, Margiana y Ferghana —en los modernos Afganistán, Pakistán, Uzbekistán, Tayikistán, Turkmenistán, el noroeste de China e Irán—, esta región fue el escenario de una serie de centros donde el budismo arraigó, fue traducido, interpretado y reinterpretado antes de que llegara a China. Puede decirse que esos centros funcionaron como laboratorios de síntesis, donde múltiples tradiciones espirituales confluyeron para dar lugar a nuevas maneras de entender y comunicar las enseñanzas del budismo.

Durante los primeros siglos de nuestra era, numerosos traductores y monjes budistas de estos reinos y territorios de Asia Central visitaron China, contribuyendo a la propagación de esta religión y al intercambio cultural e intelectual entre ambas regiones. Este arduo trabajo de traducción y exégesis fue crucial para consolidar el budismo como una de las religiones principales de China, así como para su posterior desarrollo en formas adaptadas al contexto chino.
Este proceso de difusión en Asia Central, según la tradición, fue impulsado inicialmente por el emperador Aśoka de la dinastía Maurya en el siglo III a. e. c., tras el «Tercer Concilio Budista», celebrado en el año 250 a. e. c. en Pāṭaliputra (actual Patna, India). De acuerdo con crónicas cingalesas, Aśoka habría promovido la fe más allá de las fronteras de su reino mediante nueve misiones diplomáticas y religiosas, destacándose regiones del noroeste como Gandhāra y Bactria (Mahāvaṃsa, cap. XII; Dīpavaṃsa, cap. VIII). Aunque su alcance histórico es objeto de debate, esta narrativa refleja conexiones transregionales tempranas
Bactria (norte del actual Afganistán) se convirtió en un punto de inflexión en los siglos III–II a. e. c. debido a su posición estratégica en la Ruta de la Seda. Durante la época greco-bactriana, el reinado de Menandro I (Milinda) cristalizó, a través del Milindapañha, el diálogo entre el pensamiento griego y el budismo. Asimismo, en el terreno artístico, Bactria, junto con el centro de Mathurā, desempeñó un papel clave en la introducción de la imagen antropomórfica del Buda, lo que desplazó los patrones anicónicos. Sus monasterios, especialmente los de Balkh, se destacaron como importantes centros de traducción y enseñanza. Tras la conquista por los yuezhi en el siglo II a. e. c., la región se integró en el Imperio Kushán, manteniendo su papel como cruce de influencias helenísticas y budistas.

Gandhāra (noroeste de Pakistán y este de Afganistán) fue un foco importante entre el siglo III a. e. c. y el V e. c., donde confluyeron tradiciones indias, griegas y persas. Su arte elevó la iconografía budista al fusionar el naturalismo y los drapeados helenísticos con la figura del Buda, dejando una impronta duradera en Asia. Los manuscritos en corteza de abedul de Gandhāra se cuentan entre los testimonios budistas más antiguos, y evidencian pluralidad doctrinal y lingüística en el budismo temprano.

Sogdiana (actuales Uzbekistán y Tayikistán) articuló el comercio y la religiosidad mediante redes de traducción e intermediación cultural. En fuentes chinas, el clan «Kang» (康) se vincula con orígenes sogdianos. Intelectuales y traductores como Kang Ju, Kang Menxian, Kang Shenkai y Dharmasatya destacaron en la reinterpretación y difusión de textos, mientras que la proyección mercantil sogdiana cobró mayor peso entre los siglos IV y VII.
Margiana y Ferghana (Turkmenistán y valle de Ferghana) funcionaron como corredores culturales que facilitaron el tránsito de ideas religiosas, artísticas y filosóficas. Ferghana, célebre por los «caballos celestiales», desempeñó un papel clave en la diplomacia y la capacidad militar de la dinastía Han, reforzando los intercambios transregionales.
Khotan, situado en el desierto de Taklamakán, fue un oasis que conectaba la India con China y un punto de encuentro entre las civilizaciones chinas, indias y tibetanas. Durante los siglos II y III e. c., el budismo llegó a Khotan desde el oeste bajo la influencia del Imperio Kushán. Entre los siglos VII y X e. c. se consolidó el mahayana en Khotan, como lo evidencian los manuscritos y las traducciones al idioma local. El monje chino Faxian lo describió como un próspero centro con miles de monjes mahayana. Entre las traducciones al idioma local destacan el Prajñāpāramitā («La perfección de la sabiduría»), el Vimalakīrtinirdeśa («La enseñanza de Vimalakīrti») y el Sukhavativyuha («La descripción de la Tierra Pura»). Figuras como Mokṣala, activo en 291, contribuyeron a la difusión del budismo en China.
Kuqa (en la ruta norte del Tarim) fue uno de los reinos oasis más influyentes. En el siglo III e. c., albergó comunidades śrāvakayāna y mahāyāna, con numerosos monasterios y estupas. Su legado más perdurable fue su contribución a la traducción: la tradición atribuye a Kumārajīva alrededor de 300 versiones, aunque los catálogos modernos reconocen entre 80 y 100 traducciones completas o parciales, fundamentales para el canon chino. A pesar de su declive hacia el siglo VIII, debido a presiones político-militares, su impacto cultural fue profundo y duradero.
Por su parte, Partia (en el actual Irán) actuó como un puente cultural entre el mundo griego y la India, facilitando el intercambio de bienes e ideas. De esta región provino An Shigao, un príncipe que renunció a su rango para ordenarse monje y que, entre c. 148 y 180 e. c., tradujo numerosos textos al chino, destacándose por su notable adaptación terminológica. Junto con An Xuan, consolidó a Partia como un intermediario clave en la expansión del budismo hacia el este.
En cuanto a Escitia, una vasta región habitada por pueblos nómadas, su aporte fue decisivo entre los siglos II y IV e. c., gracias a traductores como Lokakṣema, Zhi Yao, Zhi Qian y Dharmarakṣa, quienes introdujeron y estabilizaron importantes corpus doctrinales en chino. Finalmente, desde la India —cuna del budismo—, traductores como Zhu Foshuo, Dharmapāla y Dharmakāla (siglos II–III e. c.) llevaron directamente las enseñanzas a China, consolidando la transmisión en su tradición originaria.

El Imperio Kushán (o «cuchana»)
El Imperio Kushán (30-375 e. c..) fue fundamental para la introducción del budismo en China, al proporcionar estabilidad en la Ruta de la Seda y al patrocinar activamente la religión. Este imperio multicultural alcanzó su máximo esplendor entre los años 105 y 250 e.c.., controlando gran parte de las rutas comerciales desde el norte de la India y Afganistán hasta Asia Central. Su gobierno cosmopolita se caracterizó por una notable apertura hacia diversas tradiciones religiosas y culturales, lo que creó condiciones ideales para la difusión del budismo. Bajo su administración, los monasterios budistas florecieron como centros de traducción y estudio, mientras las caravanas transportaban no solo mercancías, sino textos sagrados, ideas y prácticas budistas, permitiendo que tanto el mahayana como algunas escuelas del nikaya encontraran un terreno fértil para su expansión hacia China.

El Imperio Kushán se originó a partir de la migración histórica de los yuezhi (yüeh-chi, 月氏), un pueblo nómada que habitaba las estepas de la actual provincia de Gansu, China, durante el primer milenio e.c. Derrotados por los xiongnu en el 176 a. e. c.., los yuezhi se dividieron en dos grupos. Los yuezhi mayores migraron hacia el noroeste, atravesando el valle del Ili, Sogdia y llegando a Bactria, donde la tribu kushana fundó un imperio clave para el desarrollo de la Ruta de la Seda y la expansión del budismo hacia China. Por su parte, los yuezhi menores se desplazaron hacia el sur, estableciéndose cerca de la meseta tibetana. Algunos se integraron con el pueblo qiang en Qinghai, fundaron el estado-ciudad de Cumuḍa (actual Kumul/Hami) o se mezclaron con poblaciones locales. Esta migración no solo transformó el panorama político de Asia Central, sino que también impulsó el intercambio de tecnologías y conocimientos entre Oriente y Occidente.
Durante el reinado de Kaniṣka I (127-151 e. c.., aproximadamente), el budismo experimentó uno de sus momentos de mayor expansión y desarrollo. La tradición sarvāstivāda sitúa en su reinado un «Cuarto Concilio» en Cachemira, una asamblea que habría contribuido a sistematizar textos y comentarios budistas. Bajo su patrocinio, el arte de Gandhāra alcanzó máximo esplendor. Durante esta época se acuñaron monedas con imágenes del Buda y se construyeron numerosos monasterios y estupas, incluida la famosa estupa de Peshawar, que, según fuentes chinas, alcanzaba los 120 metros de altura. Este periodo marcó un momento decisivo en la transformación del budismo de una religión regional a una fe transregional, lo que facilitó su integración en el tejido cultural de China.
Las regiones de Asia Central no fueron meros espacios de tránsito, sino verdaderos campos de experiencia cultural en los que el budismo experimentó profundas transformaciones. Su ubicación estratégica en la intersección de civilizaciones india, persa, helenística y nómada permitió un rico intercambio de ideas y prácticas religiosas. La Ruta de la Seda actuó como un sistema nervioso cultural por el que comerciantes, monjes viajeros y embajadores transportaban no solo mercancías, sino también arte, filosofía y espiritualidad, convirtiendo los monasterios budistas en centros de conocimiento cosmopolita. Figuras como Kumārajīva, aunque posteriores, ejemplifican cómo estos intercambios dieron lugar a traducciones clave del sánscrito al chino, lo que enriqueció la doctrina budista.
Las comunidades budistas de Asia Central reinterpretaron activamente el budismo, traduciendo textos a lenguas locales como el sogdiano, el bactriano y el khotanés. Este proceso implicaba más que la traducción literal: suponía una reelaboración conceptual que enriquecía la doctrina original. En Gandhāra se desarrolló un estilo artístico único que fusionaba elementos grecorromanos con la iconografía budista, creando esculturas del Buda con rasgos occidentalizantes mediante técnicas helenísticas, lo que constituye un testimonio de esta extraordinaria síntesis cultural. Esta adaptabilidad fue fundamental para preparar el budismo para su expansión hacia China, donde interactuaría con el confucianismo y el taoísmo, y se transformaría en formas propias, como el budismo chan (zen).
II - El dominio militar, político y cultural de la Ruta de la Seda en el siglo I e.c.
Desde los inicios de la dinastía Han, el imperio enfrentó un desafío geopolítico colosal: la confederación xiongnu. Estos poderosos jinetes y guerreros nómadas de las estepas al norte de China representaban una amenaza constante para las fronteras y la estabilidad del imperio. Además, bloqueaban el acceso de la dinastía Han a las codiciadas tierras occidentales, dificultando así su expansión territorial y comercial.
Fue el emperador Wu de los Han (141-87 a.e.c.) quien comprendió que resolver la cuestión de los xiongnu exigía una perspectiva estratégica en múltiples dimensiones. Su ambiciosa visión no solo integraba el dominio militar de la región, sino también una sofisticada red de alianzas diplomáticas y negociaciones estratégicas con terceros estados, programando ello para debilitar el dominio xiongnu, derrotarlos e incorporando el enfrentamiento militar, la diplomacia y las negociaciones con terceros, con el objetivo de debilitar su poder y, así, abrir nuevas rutas comerciales que transformarían la política geográfica de la región.

En 138 a.e.c., esta estrategia se concretó con el envío del emisario Zhang Qian en una misión diplomática que resultaría ser un punto de inflexión histórico. Aunque al principio no logró la alianza militar que buscaba y fue capturado y retenido por los xiongnu durante una década, su expedición reveló un panorama geográfico-cultural nuevo. Zhang Qian regresó a China tras su extraordinario viaje con información valiosa para la corte Han sobre la existencia de reinos muy prósperos en Asia Central, posibles rutas comerciales y recursos estratégicos, incluidos los codiciados «caballos celestiales» de Ferghana, lo que transformó la comprensión china del Oeste y sentó las bases para la futura expansión Han.
La política imperial se materializó en la ocupación de territorios estratégicos. Los Han imperaron en el corredor de Hexi y la cuenca del Tarim con gran fuerza militar y política. Situaron guarniciones y forjaron alianzas con reinos locales. Tal expansión no se limitó a una conquista geográfica; se concibió como un proyecto de integración cultural y económica que modificaría drásticamente el sistema de intercambios entre Oriente y Occidente.

En el siglo I e.c., el Imperio Han ya había consolidado un área de dominio sin precedentes sobre la Ruta de la Seda, transformándola de un simple corredor comercial en un complejo sistema de intercambio político, económico y cultural. El control se extendía más allá de los límites geográficos tradicionales, estableciendo una red de influencia que conectaba China con Asia Central, el subcontinente indio y los territorios del oeste. La supremacía de los Han se manifestaba en una sofisticada infraestructura: un sistema de postas y guarniciones militares garantizaba la seguridad de las caravanas. Además, se establecieron puntos de control estratégicos en el corredor de Hexi y la cuenca del Tarim, permitiendo no solo la protección de las rutas comerciales, sino también el control efectivo de los flujos de mercancías y personas.
Lo que había comenzado como una necesidad geopolítica de contención se convirtió gradualmente en un corredor de intercambio único. La Ruta de la Seda empezó a tomar forma, no solo como un camino comercial, sino también como un conducto de intercambio cultural profundo. Comerciantes de diversas regiones transitaban por estas rutas, transportando no solo mercancías, sino también ideas y prácticas culturales.
Más allá del comercio, los Han promovieron una estrategia de integración cultural notable. El budismo comenzó a penetrar en la sociedad china, introduciendo nuevas perspectivas filosóficas y espirituales. Artistas, monjes y comerciantes de diversas regiones no solo transitaban las rutas, sino que también se asentaban, generando un mestizaje cultural único.
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